ISIS en la línea 3


Metro de Madrid. Muchos seres humanos y algún androide en el vagón de la línea 3, la amarilla, como el oro que brilla, como la arena del desierto de Arabia,como la ilusión que contiene la rabia.
En el exterior hace frío. Los seres vivos van con pesados abrigos, algunos con bufanda.
Un hombre sentado frente a mí en el vagón está hablando a media voz, recitando algo en árabe con sílabas entrecortadas. Es joven, un humanoide de unos 30 años. Mira fijamente al suelo mientras pronuncia con determinación y fuerza cada sílaba. Lleva unas brillantes zapatillas deportivas de color negro. Unos pantalones también negros, de un tejido moderno, flexible pero espeso, ceñidos a unas piernas robustas. Una camiseta blanca de algodón se ajusta a un torso musculoso. Sus poderosos bíceps lucen desnudos a pesar del frío exterior.

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A sus pies hay una mochila.
Una mochila llena de cosas.
O una bomba. Igual es una bomba. Con la cara que tiene el tío es lo más probable.
No puedo dejar de mirar alternativamente al árabe y a la mochila. Alternativamente al kamikaze y a la bomba.
Pienso en la explosión, en el ruido que hará ese artefacto del demonio cuando estalle. 
Pienso en todos los seres humanos que van a morir.
Pienso en qué es lo que debo hacer.
Levantarme y salir del vagón y del metro a toda ostia.
Dar la voz de alarma para que todo el mundo salga del vagón y del metro y el árabe se quede a solas con su bomba y le estalle entre los huevos. Si es que los tiene.
Me quedo inmóvil unos minutos, agarrotado; escuchando la violenta letanía del ser humano árabe.
Blablabla Alá bla Alá blabla Alá blablabla Alá Alá.
Sigo paralizado.
Una parada de metro.
Otra parada más.
Mis circuitos motrices hipnotizados por la letanía y el peligro.
En Callao, el árabe se levanta, coge su mochila y se va.
Me bajo en la siguiente, en plaza de España.
Me cuesta caminar. La tensión me agarrota los circuitos.
Me acerco a la estatua de Don Quijote y Sancho y me siento a su lado.
Unos minutos después me parece escuchar a lo lejos una explosión.
Deben haber sido los chiquillos de mis vecinos chinos, que les gusta la pólvora a rabiar.


© Max Nitrofoska