EL ANDROIDE Y EL NIÑO
La
lluvia golpeaba con un ritmo constante el techo metálico del café.
Una luz pálida, apenas suficiente para iluminar los rostros cansados
de los clientes, se filtraba entre las gotas que empañaban los
ventanales. La puerta se abrió con un leve chirrido, y el murmullo
habitual se apagó. Un androide entró, su silueta recortada contra
la penumbra exterior. La placa en su torso mostraba el código TPO-9
grabado en un acabado mate. Caminaba con movimientos precisos, casi
clínicos, hacia el mostrador.
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El camarero levantó la mirada y lo observó sin sorpresa, como quien ve pasar la misma sombra todos los días. «Un vaso de aceite lubricante», dijo el androide con voz metálica. El hombre asintió en silencio y desapareció detrás de la barra. Mientras tanto, los clientes regresaban a sus conversaciones, algunos murmurando teorías sobre el propósito del visitante mecánico. Otros ignoraron por completo su presencia, refugiándose en sus propios pensamientos.
TPO-9 esperó, inmóvil, analizando el entorno. Su sensor visual capturaba los detalles con eficacia y precisión: el desgaste del mobiliario, las manchas en las paredes, el cansancio de los rostros humanos. No sintió curiosidad ni emoción alguna, pero archivó la información en sus registros. Cada fragmento era útil, aunque careciera de un valor inmediato.
El camarero regresó con un vaso transparente lleno de un líquido oscuro y denso. Lo colocó frente al androide, que asintió ligeramente antes de sentarse en una mesa vacía junto a la ventana. Allí, sin prisa, levantó el vaso y comenzó a ingerir el aceite. Los sensores internos registraron cada gota como una mejora en sus niveles de rendimiento.
Fuera, la lluvia persistía. En el interior del café, TPO-9 observaba. No buscaba compañía ni comprensión. Su propósito era claro, aunque inaccesible para quienes lo rodeaban.
TPO-9 mantenía su postura rígida mientras continuaba absorbiendo el aceite lubricante. A su alrededor, las conversaciones fluctuaban en intensidad, pequeñas olas de ruido que apenas perturbaban el ambiente. Los humanos parecían inmersos en sus propias realidades, intercambiando palabras cuyo significado, para el androide, no tenía relevancia. Sin embargo, su sistema seguía registrando. Cada palabra, cada tono, cada expresión facial. Eran datos. Y los datos eran necesarios. Para el androide lo eran.
En una mesa cercana, una mujer hablaba con otra en voz baja, pero intensa. Gesticulaba con una mano mientras sostenía una taza de café con la otra. TPO-9 dirigió momentáneamente sus sensores hacia ella. Detectó frustración en su rostro y en el movimiento irregular de sus manos. No entendía el origen de esa emoción, ni le interesaba. Lo que sí le interesaba era el patrón: emociones humanas, caóticas, impredecibles. Procesó la escena y la almacenó junto a miles de otras similares.
En una mesa cercana, un hombre observaba al androide con detenimiento. Tenía una mirada inquisitiva, como si intentara descifrar algo que sabía fuera de su alcance. TPO-9 giró levemente la cabeza hacia él, apenas un movimiento, lo suficiente para establecer un contacto visual breve pero directo. El hombre apartó la mirada, incómodo. Era una reacción común, según los registros del androide. Los humanos solían evitar prolongar la atención hacia lo que no comprendían.
El camarero, ahora limpiando el mostrador con movimientos lentos, parecía indiferente a todo. Había visto androides antes. En este distrito eran frecuentes, empleados en tareas que los humanos evitaban. Pero TPO-9 no encajaba en ese molde. No llevaba los colores corporativos habituales, ni estaba etiquetado con el logotipos de alguna empresa. Era diferente, aunque esta diferencia no era visible para los demás. Solo para él mismo.
TPO-9 terminó el aceite. Dejó el vaso sobre la mesa con un movimiento calculado, asegurándose de no emitir ruido innecesario. Permaneció inmóvil unos segundos más, observando su entorno. Era hora de continuar. Sus sistemas calcularon una ruta óptima hacia la salida, pero antes de levantarse, algo cambió. Un pequeño destello en su interfaz visual captó un detalle que no estaba allí antes: una sombra, proyectada en un rincón que debería estar vacío. Giró la cabeza con precisión, enfocándose.
Era un niño. Estaba sentado en el suelo, jugando con un pequeño dispositivo mecánico, uno de esos juguetes obsoletos que simulaban ser robots. El niño no lo miraba, absorto en desmontar y ensamblar el objeto. TPO-9 se quedó observando. No por curiosidad, sino por lo inusual de la escena. Los niños rara vez estaban presentes en estos lugares. Sin embargo, aquí había uno, completamente ajeno a la presencia del androide.
El niño levantó la vista de su juguete y, por primera vez, se encontró con la mirada fría de TPO-9. No hubo miedo en sus ojos, solo una extraña mezcla de interés y desafío.
TPO-9 sostuvo la mirada del niño, analizando cada microgesto. No detectó hostilidad, tampoco temor. Era una expresión pura, sin las complejidades de los adultos. El androide procesó la interacción en milisegundos, evaluando si debía responder o ignorar. Optó por la primera opción.
«¿Qué construyes?», preguntó TPO-9 con su voz metálica, carente de inflexión. El niño sonrió, levantando el juguete hacia él. «Un robot», dijo con entusiasmo. «Pero no funciona. Creo que está roto». TPO-9 examinó el objeto desde su posición, detectando fallas evidentes en la estructura. «El circuito está desconectado», señaló. Su dedo, frío y preciso, apuntó al lugar exacto.
El niño frunció el ceño, concentrado. «¿Puedes arreglarlo?». La pregunta quedó flotando un momento. TPO-9 evaluó la situación. No había un beneficio tangible en realizar tal acción, pero tampoco un costo significativo. Extendió una mano y el niño, sin dudar, le entregó el juguete. Con movimientos meticulosos, el androide reconectó los circuitos internos y ajustó las piezas desalineadas. En menos de un minuto, el pequeño mecanismo se activó, emitiendo un leve zumbido.
«Está listo», dijo TPO-9, devolviéndoselo. El niño sonrió ampliamente, agradecido. «Gracias», respondió, volviendo a concentrarse en su ahora funcional compañero mecánico. TPO-9 lo observó por un instante más, registrando la interacción como un evento atípico, aunque sin implicaciones significativas para su misión.
Era momento de partir. Se levantó de la mesa, sus movimientos exactos y fluidos. Mientras cruzaba el café hacia la salida, notó las miradas dispersas que lo seguían, algunas curiosas, otras indiferentes. Empujó la puerta y volvió a la lluvia, el sonido de las gotas reanudando su monótono golpeteo contra el metal de su carcasa. La noche era fría, y las calles estaban desiertas.
©Nitrofoska