EL RITUAL DE LA SIESTA
El polvo de la habitación no era un síntoma de dejadez, sino una geología personal. Llevaban tres años en el piso de la calle Velarde y la suciedad había aprendido sus horarios. Se asentaba con más lentitud en las horas centrales, cuando el sol lograba traspasar la rendija de la persiana metálica, y se compactaba, casi ceremonialmente, al caer la tarde, como una capa fina de olvido sobre el parqué laminado.
Elena no movía el mobiliario. Los pocos muebles, heredados de la tía abuela, eran piezas grandes y oscuras que habían tomado raíces en el suelo. Ella solo limpiaba alrededor, trazando un círculo protector de orden neurótico que no incluía la mesa auxiliar junto al sillón de Darío. Esa mesa era un ecosistema de migas y papeles inservibles, y ella había dejado de verla.
Eran las cuatro y media. La
hora muerta, como la llamaba. Darío estaba sentado en el sillón,
con las manos juntas sobre el vientre abultado. No dormía, ni leía.
Sencillamente, estaba. Era su posición habitual desde que había
dejado de trabajar o, más bien, desde que había decidido que no
existía trabajo digno para su calibre. Había un matiz importante:
no estaba enfermo, estaba quieto. Su quietud, sin embargo, era tan
voluminosa y palpable que resultaba más agotadora que cualquier
fiebre.
Ella se sentó en la silla recta de madera, frente a él, a una distancia de metro y medio. No era un juego de mesa, ni una penitencia impuesta, sino una costumbre que había surgido la primera semana de su desempleo y se había enquistado hasta convertirse en la columna vertebral de su convivencia. Elena sacó un cuaderno de espiral y un bolígrafo Bic azul. No se trataba de escribir, sino de la ilusión de tener una tarea pendiente, algo que la anclase a una realidad ajena a la suya, tan solo suya.
«¿Qué toca hoy?», preguntó Darío sin mover la cabeza, manteniendo la mirada fija en el punto de luz que se reflejaba en el marco de la ventana. Su voz era grave, como grava deslizándose por un canalón seco.
Elena no levantó la vista del cuaderno, aunque, por supuesto, no había nada escrito en él.
«Nada. Hoy no toca nada», respondió ella. Era una mentira. Lo que tocaba hoy, como cada día, era el silencio pactado, la medición de su resistencia. El mes pasado habían resistido cuarenta y siete minutos sin que Darío pidiera un vaso de agua o cambiara el peso de una pierna a otra.
«Mientes», zanjó él, sin ningún atisbo de emoción, simplemente como quien corrige una cifra mal sumada. «Tocas tú. La hipoteca no espera. Te toca decidir qué hay que hacer con todo esto.» Darío hizo un leve gesto con el mentón, sin mirar, que abarcaba la habitación entera, el polvo, la luz en la rendija.
La pluma de Elena se deslizó sobre el papel, dejando una marca azul sin intención, un pequeño rasguño. Ella odiaba su precisión, el modo en que conseguía despojar la catástrofe de todo dramatismo.
«Te digo que no hay nada», insistió Elena, esta vez con la voz un poco más tensa. Se sentía observada no por sus ojos, sino por el peso de su inacción. «Es mi cuaderno. Lo que haya en él o no, es mío.»
Darío sonrió entonces, una mueca pequeña que parecía diseñada para no gastar energía. «Todo es nuestro, Elena. La deuda, el polvo, y la quietud. Todo. ¿No lo ves?»
Elena sintió el aguijonazo de esa última palabra: quietud. Él había convertido su propia inacción en un activo compartido, en una pieza más de ese mobiliario pesado. No, ella no lo veía. Lo que veía era el moho mental que había empezado a crecer en las esquinas de su piso, un moho alimentado por el silencio de las tardes y la presión del tiempo que se agotaba.
Dejó de simular que escribía. Cerró el cuaderno, con un ruido seco que sonó excesivo en el aire espeso de la habitación. Darío no se inmutó. La mirada seguía fija en el marco de la ventana, donde el reflejo del sol devino una mota naranja enfermiza.
«Tienes razón», dijo Elena. Su voz era plana, sin el temblor de hacía un momento. Había encontrado la misma precisión quirúrgica que él utilizaba para herirla. «Tenemos que decidir.»
Ella se puso de pie. No fue un acto enérgico, sino un ascenso lento, como si el aire le pesara. Caminó hacia el centro de la mesa auxiliar, la que él había convertido en un monumento a su desidia. Los papeles inservibles eran recibos viejos, cartas del banco sin abrir y el prospecto arrugado de un medicamento para la tensión que él ya no tomaba.
Elena extendió la mano y cogió el prospecto. Lo desdobló con cuidado, alisando las arrugas con la palma. El papel era fino, casi translúcido.
«La quietud es cara», continuó ella, volviendo a sentarse en la silla recta. El metro y medio de distancia se había convertido en un abismo moral. «Y tú has decidido que yo sea quien la pague. Es justo que yo decida el precio.»
Darío, por fin, desvió levemente los ojos de la ventana para mirarla, aunque la mirada no llegó a sus ojos, sino a la zona de su pecho, como si allí estuviera el extracto bancario.
«¿Y bien?», inquirió, esperando el diagnóstico que, sabía, no sería agradable.
Elena levantó el bolígrafo. Esta vez no trazó un garabato en el cuaderno, sino en el reverso en blanco del prospecto de Darío. Escribió una única palabra, grande y clara, con esa letra de oficinista que había desarrollado durante veinte años: VENTA.
«Vendemos el sillón», declaró, señalando con la punta del bolígrafo el mueble donde él estaba clavado. «Y todo lo que heredamos de la tía abuela. Son muebles que no pesan en el valor sentimental, solo en el peso físico. Y necesitamos el espacio. El aire. Lo necesitamos para pagar lo que quede hasta que yo... hasta que encontremos una solución.»
Darío parpadeó. Era la única reacción visible, la única concesión al asombro.
«¿Mi sillón?», preguntó. No había indignación, solo incredulidad por la trivialidad del objeto elegido. Para él, el sillón no era un mueble, sino una extensión de su quietud, su trono de indolencia.
«Sí. Es el más grande y el más feo. Empezaremos por él. Pondré un anuncio mañana, con una foto que haré ahora mismo, antes de que caiga del todo la luz.»
Elena se levantó por segunda vez, y esta vez sí que había una energía nueva, fría y determinante, que no era ni cólera ni tristeza. Buscó el móvil encima de la estantería. Al volver, lo encendió, y el brillo de la pantalla, blanco y moderno, resultó un insulto tecnológico contra la pátina marrón de la habitación.
El flash, potente y fugaz, iluminó la escena: Darío en el sillón oscuro, con las manos sobre el vientre, inmóvil, convertido ya en una pieza de anticuario a la espera de ser tasada. La luz rebotó en sus ojos, pero él no se cubrió. Parecía dispuesto a permitir que el objetivo de la cámara lo devorase.
Se sentó de nuevo, guardó el móvil. La decisión había sido tomada.
«Cuarenta y ocho minutos», musitó Darío, volviendo la mirada hacia la mota naranja. Había roto su récord.
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