EL PLATO PERFECTO

El restaurante no tenía nombre ni dirección. No había letrero ni reservas, ni listas de espera ni críticas en los suplementos gastronómicos. Su existencia era un rumor entre los círculos más cerrados de la ciudad: inversores que jugaban con su propia quiebra, actores con el rostro marcado por cirugías excesivas, arquitectos que diseñaban edificios imposibles en la Costa Azul. Lo mencionaban en voz baja, como un pecado confesado sin culpa.

Si tienes suerte, te encontrarán ellos —me dijo un productor de cine, con el aliento húmedo por la ginebra. Lo encontré dos semanas después en su apartamento, desnudo y con los ojos fijos en el techo. La policía cerró el caso como un ataque cardíaco.

El chef se llamaba Montalbán. No era su verdadero apellido, pero nadie usaba nombres reales dentro del círculo. Su cocina era un reflejo de su personalidad: meticulosa, sin adornos, reducida a la esencia de la experiencia. No importaban los ingredientes, ni el origen de los productos, ni las recetas. Solo el impacto.

Texto e imagen: Nitrofoska
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Se hablaba de clientes que habían probado su plato estrella y no habían querido volver a comer otra cosa. La expresión exacta variaba —unos decían que la comida los había «perfeccionado», otros que habían «trascendido»—, pero el patrón era el mismo: desaparecían. Sin dejar rastro.

A finales de agosto, recibí la invitación. Un mensaje en mi teléfono, sin número de remitente: «Estás preparado». La dirección llegó unas horas después.

El lugar estaba en el sótano de un antiguo edificio de oficinas, en un barrio donde la gentrificación aún no había erradicado del todo los solares vacíos ni las ratas que corretean a plena luz del día. La puerta era de acero, sin pomo ni timbre. Antes de que pudiera tocar, se abrió desde dentro.

La mujer que me recibió tenía la piel tersa y los ojos brillantes, como si hubiera sido diseñada en un laboratorio de bioingeniería. Me guió por un pasillo iluminado con lámparas de luz fría. Al fondo, la sala del comedor.

No había ventanas, solo una única mesa de mármol negro rodeada por sillas de diseño. Tres personas ya estaban sentadas, en silencio, con los ojos bajos. Vestían trajes oscuros, y sus rostros parecían haber pasado demasiado tiempo sin luz natural. Una atmósfera de anticipación flotaba sobre ellos, como si estuvieran a punto de presenciar un ritual.

El chef apareció sin anunciarse. Alto, delgado, con un uniforme impecable y guantes quirúrgicos. Colocó un plato frente a cada comensal. La carne tenía un color imposible, un brillo húmedo que no se parecía a nada que hubiera visto antes.

Coma —dijo.

El primer bocado fue una revelación.

La carne no tenía textura. No era fibrosa ni blanda ni elástica. No era grasa ni magra. No tenía un sabor definido, pero lo evocaba todo. Una memoria de todos los alimentos que había probado en mi vida se superpuso sobre mi lengua, como si las sinapsis de mi cerebro hubieran sido reconfiguradas para interpretar el gusto como un archivo infinito de experiencias gustativas. Un destello de infancia, el crujir del azúcar de una manzana en septiembre. La viscosidad de una ostra en una playa desconocida. El amargo retrogusto del caviar barato.

El segundo bocado fue distinto. Más preciso. Como si el plato se estuviera adaptando a mí. Lo que quedaba en el tenedor vibraba con una consciencia sorda, algo incognoscible pero familiar.

En algún punto dejé de masticar y simplemente absorbí la comida, sintiendo cómo su textura desaparecía en mi boca, como si nunca hubiera estado allí. A mi alrededor, los otros comensales ya no existían. Solo el plato. Solo la carne perfecta, cuya presencia borraba la necesidad de cualquier otra cosa.

Algunos lloran —susurró Montalbán a mi oído—. Otros intentan describir lo que sienten. Tú solo estás cayendo en el abismo.

Intenté responder, pero mi lengua estaba paralizada. Un cosquilleo me recorrió el pecho. Mi corazón latía con una cadencia anómala. Me obligué a levantar la vista. Uno de los otros comensales, un hombre de mediana edad con la mandíbula crispada y los ojos vidriosos, se llevó una mano al pecho y cayó de costado, derribando su silla con un golpe seco.

Nadie se inmutó.

La mujer que me había recibido apareció en silencio y lo retiró del suelo con una facilidad que no correspondía a su delgada complexión. Como si levantara un maniquí.

No todos están preparados —dijo Montalbán.

La luz de la sala parecía haber cambiado. O quizá mi percepción ya no fuera la misma.

¿Qué es esto? —conseguí murmurar.

Montalbán sonrió. Su rostro se veía más joven de lo que recordaba, como si el tiempo hubiera retrocedido algunos años en el breve intervalo en que lo había observado.

No hay palabras para describirlo. Pero tú, ahora, lo entiendes.

Miré el plato. Algo dentro de mí sabía que nunca volvería a probar otro alimento. Cualquier otro sabor sería un eco diluido de este instante, un reflejo turbio en la superficie de una memoria incompleta. Un hambre primitiva me recorrió el cuerpo.

No hay marcha atrás —dijo Montalbán, retirando mi plato con un movimiento preciso.

Sentí terror. Terror a perderlo. Terror a la ausencia.

Intenté aferrarme al plato, pero Montalbán ya lo había apartado. Me miró con una mezcla de desaprobación y lástima.

Mañana te darás cuenta. Cuando despiertes y entiendas que el mundo ha perdido toda su intensidad.

El aire de la noche me golpeó el rostro con la violencia de la asfixia.

Intenté recordar lo que había probado, describirlo con palabras. Cada intento se deshacía antes de concretarse. Como intentar recordar un sueño al despertar.

Detrás de mí, la puerta de acero del restaurante se cerró con un sonido hermético.

Empezó a llover.

©Nitrofoska