PRUEBA DE AMOR
Él sostenía el cuchillo con la confianza de quien nunca ha sentido verdadero miedo.
—No es tan grave —dijo, girando la hoja entre los dedos—. Un dedo no es casi nada.
Ella lo miró en silencio. Él sonreía, pero en sus ojos había algo más. Una chispa. Una prueba que no había sido anunciada como tal, pero que pendía en el aire, invisible, esperando ser superada.
—Es solo un meñique —insistió él—. Un sacrificio mínimo para algo tan grande como el amor.
El cuchillo brillaba bajo la luz de la lámpara. No era un arma, sino un utensilio de cocina. Nada amenazante. Nada que pudiera hacer daño si uno mantenía el control.
Ella tragó saliva. Su amor era real, lo sabía. Pero en la voz de él había algo hipnótico, algo que la atrapaba y la arrastraba más allá de la razón.
—¿Juntos? —preguntó ella, sin darse cuenta de que su propia voz sonaba más débil de lo normal.
Él asintió con seriedad.
—Juntos —confirmó—. Al mismo tiempo.
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Se tomó su tiempo en colocar la tabla de cortar sobre la mesa. Nada improvisado. Nada impulsivo. Un gesto simbólico, limpio.
—Cuenta hasta tres —susurró ella.
Él le sostuvo la mano y la acomodó junto a la suya.
—Uno…
Ella sintió su piel erizarse.
—Dos…
El cuchillo estaba firme en su mano.
—Tres.
El golpe fue seco.
El dolor, inmediato.
El dedo cayó.
La sangre brotó.
Ella gritó.
Y él, él no.
Ella abrió los ojos, el dolor latiéndole en la mano como un tambor de guerra, y vio su dedo en la mesa. Pero cuando miró la mano de él, seguía intacta.
Él la observó con los labios entreabiertos, como si no pudiera creer lo que veía.
—Lo hiciste —dijo en voz baja.
Ella respiraba rápido, sintiendo el calor pegajoso de su propia sangre.
—Tú no —susurró.
—No pensé que lo harías.
Su voz ya no era firme.
Ella sintió un escalofrío subirle por la columna.
—Era la prueba —dijo.
Él desvió la mirada, incómodo.
—No significaba que debías hacerlo.
—Pero tú me lo pediste.
—Fue una idea. Un juego.
Ella sintió el aire volverse pesado.
Un juego.
Su dedo, sobre la mesa.
La tabla de cortar, manchada de rojo.
El cuchillo en la mano de él, limpio.
Un juego.
Algo se quebró en su interior.
—Tenemos que vendarte —dijo él.
Se levantó y caminó hasta el botiquín con movimientos apresurados. No la miró a los ojos cuando regresó. Le envolvió la mano con una venda y presionó fuerte, como si con eso pudiera detener algo más que el sangrado.
—No fue mi intención —dijo en voz baja—. Te exaltaste.
Ella lo miró fijamente.
—¿Yo?
—Sí. Entraste en la idea demasiado rápido. No me diste tiempo a explicarlo bien.
Ella sintió la venda apretar su piel. No tanto por su fuerza, sino por las palabras.
Él desvió la mirada.
—Lo importante es que estamos bien.
La habitación estaba en silencio.
Ella bajó la vista. Su dedo seguía ahí.
Él lo notó.
—Será mejor deshacernos de eso.
Ella no respondió.
Él se levantó y tomó el dedo con un papel de cocina, con cuidado, como si no quisiera tocarlo demasiado. Se acercó al cubo de la basura.
Ella sintió un latigazo frío recorrerle la espalda.
—No.
Él se detuvo.
—¿No qué?
Ella se levantó, aún mareada por la pérdida de sangre.
—No lo tires.
—¿Para qué lo quieres?
Ella lo miró con un brillo turbio y nuevo en los ojos.
—Para recordarlo.
Él tragó saliva.
—Es mejor olvidarlo.
Ella dio un paso hacia él.
—Si lo olvido, entonces tú también te olvidarás.
Él frunció el ceño.
—No es necesario hacer de esto un drama.
Ella sonrió.
—Tienes razón.
Se giró hacia la mesa y tomó el cuchillo con la mano que le quedaba sana.
Él tardó un segundo en reaccionar.
—¿Qué haces?
Ella no respondió. Solo giró el cuchillo en su mano y, con un movimiento veloz, se lo clavó en la palma.
Él lanzó un grito y cayó de rodillas, con la mano atravesada por la hoja.
—¡¿Estás loca?!
Ella lo miró con la cabeza ladeada.
—Ahora sí estamos iguales.
Él intentó sacar el cuchillo, pero el dolor lo paralizó. Ella se agachó junto a él, respirando con calma.
—No te preocupes, amor —susurró—. La herida sanará. Y con el tiempo, olvidarás que te duele.
Él la miró, con la respiración entrecortada.
—Necesitamos un hospital.
Ella negó con la cabeza.
—No. Lo que necesitamos es equilibrio.
Se levantó con lentitud y miró la mesa.
Allí, junto al cuchillo manchado de sangre, seguía su dedo amputado.
Lo tomó entre sus dedos, lo sostuvo frente a él y le sonrió.
—Podemos intentarlo de nuevo.
©Nitrofoska