EL CRISTO

La gente del barrio apenas recuerda cuándo comenzó aquello. Se podría decir que el Cristo del poste de la luz se materializó frente a ellos una madrugada, como si lo hubieran depositado allí desde el delirio de un sueño febril, en ese intersticio donde la vigilia y el sueño se entrelazan y se confunden. Fue Ramírez, el barrendero, quien lo vio primero. Ahí estaba, un Jesucristo a gran escala, con las manos clavadas a la cruceta del poste y la mirada vuelta hacia el cielo, pidiendo tal vez clemencia o explicaciones, todo bañado en la luz amarilla y sorda de un farol callejero.

Texto e imagen: Nitrofoska
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La imagen resultaba tan absurda como majestuosa. Ese Cristo, con su manto harapiento agitado por el viento, con su cuerpo escultural atrapado en la utilitaria arquitectura urbana tenía algo de milagroso, pero también de profano. Su figura rompía con la rutina de los lunes, con el traqueteo de los camiones de basura y el insomnio resignado de algunos vecinos asomados a las ventanas. Había un olor acre en el aire, una mezcla de basura acumulada y humedad estancada que se mezclaba con la sensación de que algo sagrado había irrumpido de forma inesperada. Sin embargo, había algo perverso en la manera en que sus pies desnudos colgaban sobre el enjambre de cables, como si se hubiera fundido en la miseria de ese paisaje gris y señalara un camino hacia una verdad que nadie quería ver.

Los rumores no tardaron en correr como la pólvora. Algunos dijeron que era una intervención artística, la obra de un genio incomprendido. Otros aseguraron que había sido colocado por alguna secta, un grupo de fanáticos con ideas de penitencia.

Sin embargo, el Cristo tenía algo que lo hacía distinto, algo que no encajaba en una simple estatua. Su expresión no era la de un molde inanimado, sino que parecía reflejar un dolor sincero y resignado. Al tercer día, una grieta apareció sobre su frente, y la gente se agolpó al pie del poste para ver cómo desde esa frente fracturada goteaba un líquido oscuro que parecía aceite quemado. Las voces se alzaron: que si lloraba por la humanidad, que si lloraba por el barrio olvidado y sus calles sin futuro. La humedad del aire hizo que el olor del aceite quemado se extendiera, penetrando en las casas cercanas y volviendo el ambiente sofocante, opresivo.

Fue Dante Martínez, el ex-electricista que ahora vendía cigarrillos de contrabando quien dijo que aquello era un aviso. «Ese Cristo no está llorando aceite. Es el alma de esta ciudad que se está derramando por sus heridas. Ya lo verán». Nadie le hizo demasiado caso, pero el mensaje quedó latiendo, como el eco de una profecía maldita. Y en efecto, una mañana, cuando alguien intentó trepar por el poste para quitar la figura —tal vez por morbo o por desafío a lo sagrado—, un destello azul recorrió con furia los cables, un chispazo vivo y fulgurante, como una advertencia divina. El hombre cayó al suelo con los ojos abiertos y las manos chamuscadas. Desde ese momento, devoción y miedo se fusionaron en el nuevo sentir del barrio.

Los días siguientes, la vecindad fue golpeada por una serie de tragedias inexplicables. Primero, un accidente de tráfico sacudió la calle principal cuando dos automóviles chocaron justo frente al poste del Cristo. Los conductores resultaron heridos, la gente dijo que la mirada fija de la figura los había hecho perder el control. Pocos días después, las aguas del barrio se contaminaron de manera repentina. La disentería se propagó como una sombra, dejando a los vecinos débiles, incapaces de comprender cómo algo tan esencial había podido llegar a volverse tóxico. Como si todo eso no fuera suficiente, una noche de tormenta el suministro eléctrico falló, sumiendo al barrio en la más completa oscuridad.

La desesperación se hizo palpable. La figura del Cristo seguía allí, con la grieta en la frente y su semblante imperturbable. Ramírez, agotado, se sentía impotente frente a la acumulación de desgracias, y cada madrugada se acercaba al poste, buscando respuestas. La figura, iluminada solo por el tenue resplandor de las velas de las ofrendas, le devolvió una mirada vacía, indiferente a todo lo que sucedía a sus pies. Había noches en que Ramírez sentía el frío del suelo filtrarse por sus zapatos mientras observaba el rostro del Cristo, y en esos momentos le invadía una extraña mezcla de furia y resignación, un deseo de desafiar al Cristo y, al mismo tiempo, de implorarle por un milagro.

Las tragedias parecían no tener fin, pero una noche, en medio de la oscuridad, el Cristo cambió de expresión. Para algunos, ese cambio mostraba un destello de piedad; para otros, una sonrisa siniestra. Y luego sucedió lo inesperado. Algún vecino osado, cansado ya del infortunio y decidido a desafiar con una dosis de humor la sombra lúgubre que los cubría, se armó de valentía y colgó una gorra de béisbol sobre la cabeza del Cristo, agregándole además unas gafas de sol. Al día siguiente, el ambiente en el barrio había cambiado. Las risas reemplazaban al murmullo de temor, y la figura en lo alto del poste, con su nuevo atuendo, se había convertido en una especie de aliado contra la desesperanza.

Fue así como la tensión que había envuelto al barrio comenzó a disolverse. La bocina colocada en la base del poste no tardó en aparecer, y pronto el chotis y la cumbia inundaron las calles. El sonido de la música, combinado con el calor del asfalto, parecía revivir el color de las fachadas apagadas, y la gente comenzó a pasar frente al poste con una sonrisa, como si aquel Cristo, antes tan severo, ahora fuera parte de la comunidad, un protector excéntrico que veía por ellos.

Ramírez, que antes pasaba siempre temeroso junto al poste, comenzó a tararear y dar pequeños saltitos con la música. Las miradas furtivas se convirtieron en sonrisas abiertas, y las ofrendas cambiaron: ahora eran velas, sí, pero también frutas, naranjas y piñas y cerezas y guirnaldas de luces que adornaban al Cristo como si se tratara de una festividad viva y perpetua. Los colores de las luces bailaban sobre el manto harapiento del Cristo, y Ramírez se encontró a menudo parado junto a su escoba para admirar el espectáculo. «Bueno, esto ya es otra cosa», murmuró esbozando una sonrisa.

Los cambios en el Cristo se convirtieron en un evento comunitario. Cada semana amanecía con algo nuevo: una bufanda tejida durante el invierno, unas sandalias de plástico colgando de sus pies, un cartel que decía: «¡Haz algo!». Lo que había comenzado como un enigma perturbador ahora se transformaba en una especie de talismán humorístico que el barrio había hecho suyo. La solemnidad oscura se desmoronaba, y en su lugar brotaba algo distinto, una energía colectiva llena de música, risa y redención ligera.

Una mañana, alguien colocó un ventilador de pilas en la base del poste, y pronto la figura del Cristo, con su manto ondeando perezosamente, pareció disfrutar de una brisa divina, refrescándose en los días más calurosos como cualquier otro vecino, con ese aire desenfadado de quien, por fin, se permite un descanso. Los niños del barrio comenzaron a llamarlo «El Cristo Fresquito», y se reunían cerca del poste para jugar mientras sus padres descansaban. El sonido de las risas de los niños se elevaba hasta perderse entre los cables eléctricos, llenando el aire de una calidez que el barrio había olvidado hacía tiempo. Nadie esperaba ya milagros oscuros ni castigos divinos, sino, al contrario, un guiño de buena suerte o una carcajada compartida.

Fue entonces cuando comenzaron los «Milagros modernos del Cristo Fresquito». Todo empezó con Gregorio, el conductor del camión del butano. Juró que, mientras conducía por la calle principal, vio al Cristo guiñarle un ojo. Gregorio, conocido por ser propenso a exagerar, sobre todo cuando empinaba el codo, contó que poco después encontró un billete de veinte euros en la acera. La historia corrió como la pólvora, y el barrio, que tanto había sufrido, comenzó a llenar sus días de pequeños milagros, historias y anécdotas que, aunque improbables, le devolvían un sentido de pertenencia y alegría.

Incluso las autoridades, que en un principio habían intentado desmontar la figura, parecieron rendirse ante la energía positiva que se respiraba en el barrio. Los operarios que una vez habían enfermado misteriosamente ahora se acercaban a tomarse fotos con el Cristo del poste, posando con los pulgares hacia arriba y dejando propinas en una caja improvisada que decía «Fondo para la próxima fiesta del barrio». Algunos incluso bromeaban con que «El Cristo Fresquito» tenía mejores ideas para la comunidad que el propio ayuntamiento.

Y así, el Cristo del poste permaneció allí por muchos años, con sus gafas de sol reflejando el brillo cambiante de las estaciones, su gorra de béisbol inclinada con desparpajo, sus sandalias de plástico y su bufanda colorida ondeando al viento, como un testigo alegre del renacimiento del barrio al que pronto dio nombre: «El barrio del Cristo Fresquito».

«¿Quién iba a decirlo, verdad?», decía Ramírez mientras barría la acera, mirando al Cristo con una sonrisa. «De todas las cosas que podrían habernos pasado, tuvimos la suerte de que nos tocara un Cristo con un gran sentido del humor». Y con eso, se alejó tarareando un chotis, mientras el Cristo del poste, El Cristo Fresquito, adornado y resplandeciente, seguía mirando al cielo, disfrutando él también del espectáculo.

©Nitrofoska