UN CUENTO DE NAVIDAD

La fotografía llegó en un sobre ordinario, sin remitente, con mi dirección escrita a mano. Era un sobre corriente, de esos que parecen cargados de facturas o propaganda, lo abrí sin mucho interés. Al principio, pensé que se trataba de una invitación atrasada a alguna fiesta, o tal vez una estrategia mediocre de publicidad navideña. Pero al sacarla, me encontré con una imagen inesperada: un árbol de Navidad perfectamente decorado.

Las luces cálidas formaban una espiral que bajaba desde la punta hasta la base, las cintas rojas caían como si obedecieran a una regla precisa, y pequeños adornos de cristal colgaban de las ramas como si hubieran sido colocados por alguien obsesionado con el equilibrio. Todo en él era impecable, como sacado de un catálogo de lujo. Pero lo que más llamó mi atención no fue el árbol en sí, sino lo que faltaba.

Ni un solo regalo.

«Vaya, otro visionario minimalista», murmuré para mí misma, dejando la foto a un lado con una sonrisa sarcástica. Ya estaba a punto de tirarla junto con la publicidad de pizza a domicilio y los anuncios de descuentos en colchones, cuando algo en el reverso llamó mi atención: una frase escrita a mano.

«¿Todavía crees que fue culpa de los ratones?»

Texto e imágen: Nitrofoska
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El impacto fue inmediato. La frase era absurda, pero en su aparente inofensividad había algo perturbador, algo que encendió una chispa en mi memoria. No quería admitirlo, pero sabía exactamente a qué se refería.

Tenía nueve años cuando ocurrió. Era la víspera de Navidad, y mi madre, como cada año, había convertido nuestra casa en un escaparate navideño digno de una portada de revista. «Perfecto» era su palabra favorita para describirlo, aunque «perfecto» siempre significaba algo diferente para cada uno de nosotros. Para ella, perfecto era que el árbol estuviera tan alineado con las ventanas que los vecinos pudieran envidiarlo desde sus casas. Para mi padre, perfecto era que nadie le hablara mientras se refugiaba en la cocina con una botella de vino. Para mí, perfecto era que el mayor de los regalos bajo el árbol tuviera mi nombre y que, idealmente, fuera un pequeño piano eléctrico. Uno con teclas brillantes y sonidos que prometieran que, por un momento, podría crear algo mágico.

Esa noche, todo estaba dispuesto para que la perfección reinara. El árbol brillaba en el rincón del salón, rodeado de montones de cajas perfectamente envueltas con papel brillante y moños imposibles.

Pero entonces desaparecieron.

Lo noté al bajar de mi habitación. Era temprano, y el olor a pavo horneado llenaba la casa. El árbol estaba igual que siempre, resplandeciente, pero algo en él había cambiado. El espacio bajo las ramas estaba vacío, tan vacío que parecía un cuadro al que alguien hubiera borrado una parte esencial. Cuando lo señalé, mi madre palideció, mientras mi padre resoplaba con ese aire de hastío que parecía ser su estado natural.

«¡Han sido los ratones!», exclamó mi madre, agarrándose a esa idea con la misma intensidad con la que se aferraba a sus interminables listas de tareas. Desde el principio, la ocurrencia fue ridícula. ¿Ratones? ¿Ratones capaces de cargar cajas de medio metro envueltas en papel brillante y desaparecer sin dejar rastro? Pero nadie la contradijo.

Mi padre aprovechó la excusa para desaparecer también. Tomó una copa de vino de la mesa y murmuró algo sobre «el precio de vivir en una casa tan vieja». Mientras tanto, mi madre, decidida a resolver el «misterio», me obligó a arrodillarme y buscar pistas. Sí, pistas. Según ella, los ratones debían haber dejado migajas o trozos de papel rasgado.

Por supuesto, no encontramos nada. Bueno, casi nada. En un rincón detrás del sofá, descubrí una nota escrita con letra infantil:

«Si los regalos te importan tanto, es que no entendiste nada.»

Se la mostré a mi madre. Su rostro, ya tensado por la preocupación, adoptó una expresión diferente, una mezcla de alivio y algo que pudo haber sido vergüenza. Tomó la nota de mis manos, la leyó en silencio y luego, sin decir una palabra, la rompió en pedazos tan pequeños que ni un microscopio podría haberlos ensamblado de nuevo. «Una broma de tu hermano», dijo al fin, como si aquella explicación fuera suficiente para cerrar el caso.

Claro, mi hermano. El mismo que estaba a cientos de kilómetros en la universidad. Mi madre no era buena mintiendo, pero tampoco parecía querer esforzarse en hacerlo. Su reacción, sin embargo, fue inesperada. En lugar de continuar indignada por la desaparición de los regalos, se relajó. Fue casi imperceptible, un cambio en la rigidez de sus hombros, una suavidad en sus gestos. Como si aquella desaparición misteriosa hubiera aligerado un peso invisible que cargaba sobre ellos.

La cena transcurrió de manera inusual. Mi madre no mencionó más el tema de los regalos, aunque podía verla lanzar miradas furtivas hacia el árbol vacío. Mi padre, tras varias copas de vino, incluso pareció más sociable de lo habitual, ofreciendo comentarios absurdos sobre cómo los ratones estaban «mejor organizados que nunca». Y yo, aunque seguía sintiéndome confundida por todo lo que había ocurrido, me dejé llevar por la extraña serenidad que había llenado la casa.

Esa noche no hubo regalos, pero tampoco hubo discusiones. Nos sentamos alrededor del árbol vacío con nuestras bebidas en la mano, dejando que el silencio llenara los espacios entre nosotros. No fue incómodo, como había temido. Al contrario, fue casi agradable, como si la falta de expectativas nos hubiera liberado a todos. Cuando mi madre encendió un villancico en la radio, incluso mi padre salió de la cocina, tambaleándose ligeramente, y murmuró algo que sonó vagamente como un «Feliz Navidad».

Miro de nuevo la foto. Al fondo, puedo ver el reflejo de una niña en la ventana, su rostro lleno de una mezcla de confusión y maravilla.

Sin embargo, un detalle más llama mi atención. La forma en que las luces del árbol se reflejan en el cristal tiene algo extraño. No es solo mi rostro el que aparece. En la esquina del reflejo, apenas visible, puede verse la silueta de una caja. Y aunque no se distingue con claridad, sé lo que es: un pequeño piano eléctrico.

Me río en voz baja, como si la fotografía se burlara de mí, recordándome que no todo lo que desaparece se pierde para siempre. A veces.

©Nitrofoska