EL EXPERIMENTO
Nunca he confiado en los experimentos sociales. Si algo me enseñaron los años —años de trabajos absurdos, citas fracasadas y noches en vela frente a pantallas vacías—, es que la naturaleza humana se defiende de la verdad con un celo impresionante. Sin embargo, allí estaba, sentada en un sofá incómodo, frente a un hombre que me observaba con una mezcla de curiosidad y desdén. No era un científico ni un filósofo, apenas un empleado más de la agencia. Su camisa estaba arrugada, y llevaba las gafas torcidas sobre la nariz. No podía decidir si me irritaba su presencia o si era un alivio que alguien en aquella sala se mostrara tan humano como yo.
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El hombre al otro lado de la habitación, mi «pareja asignada», era más joven de lo que esperaba. Su cabello desordenado y su chaqueta demasiado ajustada sugerían a alguien acostumbrado a una vida precaria pero no carente de vanidad. Me miraba como quien examina un objeto en una vitrina, intentando decidir si merece la pena su precio. No recuerdo haber escuchado su nombre con atención, y él tampoco pareció interesado en recordar el mío.
«Es sencillo», había dicho el coordinador antes de encerrarnos en aquel pequeño apartamento de alquiler. «Hablen, toquen, cocinen juntos. Si surge un conflicto, háblenlo. Y, por favor, recuerden que todo está grabado». Esa última frase se deslizó entre nosotros como una presencia ominosa, una sombra que lo contaminaba todo. Las cámaras, camufladas en las esquinas, eran discretas pero no invisibles, su función no era observarnos, sino recordarnos que estábamos siendo observados.
Al principio intentamos cumplir con lo mínimo. Las primeras horas se llenaron de silencios incómodos, frases hechas y preguntas superficiales. Me sorprendió descubrir que no me molestaba tanto su compañía como el eco de mis propias palabras. ¿Cuántas veces había dicho lo mismo, con las mismas pausas exactas, en otros escenarios, a otras personas? Cuando hablamos de nuestras vidas —trabajos mediocres, relaciones pasadas—, sentí que estábamos improvisando diálogos para una obra que ninguno deseaba protagonizar.
Fue en la primera noche cuando ocurrió algo inesperado. Estábamos sentados a la mesa, cenando pasta fría que él había preparado sin entusiasmo, cuando mencioné a mi ex pareja. Lo hice sin intención, casi por reflejo, como quien toca una herida vieja para comprobar si aún duele. Él escuchó en silencio y, tras una breve pausa, confesó algo similar: un matrimonio fallido, dos años de peleas y una separación definitiva. Su voz no tenía ni rastro de amargura, pero había algo en sus palabras que me resultó terriblemente familiar. No era tristeza, sino resignación, una aceptación serena de que el amor, tal como lo concebimos, no es más que una ficción elaborada.
Esa conversación marcó un cambio. A la mañana siguiente, cuando lo vi preparando café en la pequeña cocina, sentí por primera vez un atisbo de algo que podría llamar simpatía. No amor, desde luego, pero algo cercano al respeto. Quizás fuera su forma de apartarse el cabello de la frente o la manera en que me ofreció el azúcar antes de servirse él mismo. En cualquier caso, me encontré deseando que hablara, que llenara el silencio con algo, cualquier cosa.
Cuando lo hizo, no fue exactamente lo que esperaba.
«¿Tú crees que esto funciona?», dijo mientras revolvía su taza. «Este experimento, quiero decir. ¿Crees que se puede amar a alguien porque sí, porque te lo piden?»
La pregunta me desarmó. Hasta ese momento, no había considerado el propósito real del experimento. Supuse que era un estudio más sobre las dinámicas humanas, uno de tantos, financiado por alguna universidad o instituto de investigación. Pero la palabra «amor» adquirió un peso diferente al escucharla en su voz, como si ahora me estuviera pidiendo una respuesta más profunda.
«No lo sé», respondí al fin, con la honestidad que nunca usé en mis relaciones reales. «Creo que el amor es… más complicado. Más caótico. No sé si puede fabricarse así, como si fuera un producto en serie.»
«Pero lo estamos intentando, ¿no?» Su sonrisa era irónica, casi cruel, pero sus ojos eran sinceros. «Estamos aquí, fingiendo que esto tiene sentido. Quizá eso sea suficiente.»
No respondí. No porque no tuviera nada que decir, sino porque, por primera vez, sentí que entendía lo que realmente estábamos haciendo allí. No estábamos intentando amar. Estábamos intentando convencer a alguien —a las cámaras, a nosotros mismos— de que el amor aún podía existir.
La segunda noche fue distinta. No podría explicar exactamente qué cambió, pero había algo en el aire, algo más pesado. Quizá fuera el silencio, o el hecho de que el día había transcurrido sin apenas contacto físico. Intentamos hacer lo que el manual sugería: cocinar juntos, intercambiar anécdotas. Incluso jugamos a un juego de cartas que encontramos en un cajón del armario, una actividad que me pareció tan absurda como inofensiva. Pero al caer la noche, ambos éramos más conscientes que nunca de lo que nos faltaba.
La distancia se sentía como un vacío tangible. No había ternura en nuestras palabras ni complicidad en nuestras acciones. Y sin embargo, el experimento seguía su curso, como si la mera acumulación de minutos juntos pudiera transformar la indiferencia en algo significativo.
Fue él quien dio el primer paso hacia lo que podría llamarse el núcleo del experimento. Después de la cena, se sentó en el sofá y me invitó a acompañarlo. Su invitación era más que un gesto, era un desafío. Me senté a su lado, cruzando los brazos por instinto, como si mi cuerpo supiera que debía protegerse.
«Si realmente quisiéramos», dijo de repente, sin mirarme, «podríamos hacerlo. Podríamos fingirlo todo. Podríamos darles lo que buscan. Una historia perfecta. ¿No crees?».
Su voz tenía un tono que me desconcertó. No era acusador, ni siquiera cínico. Era más bien… melancólico. Lo miré, buscando en su rostro alguna pista sobre lo que realmente quería decir. Pero su expresión era impenetrable.
«¿Y por qué haríamos eso?», respondí. Mi voz sonó más seca de lo que esperaba.
«Porque es más fácil», dijo, y entonces me miró. «Porque al final, lo único que esperan de nosotros es que les confirmemos lo que ya creen. Que el amor puede simularse. Que es una ecuación que se resuelve con tiempo y cercanía. Quizá tengan razón.»
La última frase quedó suspendida en el aire, cargada de una duda que no me atreví a cuestionar. En lugar de responder, me dejé caer hacia atrás, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá. Las cámaras estaban allí, como siempre, observándonos desde ángulos que ya habíamos olvidado. Por un momento, me pregunté qué sería más interesante para los que nos miraban: el conflicto que no existía entre nosotros o la calma que fingíamos mantener.
Entonces ocurrió algo inesperado. Él se inclinó hacia mí y tomó mi mano. Su contacto no fue suave ni afectuoso, fue casi torpe, como si estuviera probando algo por primera vez. No lo aparté. No porque quisiera corresponderle, sino porque quería saber hasta dónde estaba dispuesto a llegar. Sentí cómo sus dedos rozaban los míos, cómo su pulgar trazaba un círculo lento sobre mi palma.
«¿Es esto lo que quieren?», pregunté, en un tono que no pude evitar que sonara hostil. «¿Que actuemos como si esto tuviera algún sentido?».
«No lo sé», dijo, y soltó mi mano con la misma lentitud con la que la había tomado. «Pero si nadie está mirando, ¿qué más da? Puede que sea lo único real que nos quede.»
No dije nada más esa noche. Cuando me fui a la cama, lo escuché moverse en la sala, quizás acomodándose en el sofá, quizá simplemente evitando el sueño. Me quedé despierta más de lo que hubiera querido, sintiendo el calor residual de su mano en la mía. No era amor, ni siquiera deseo. Era algo más elemental, algo que no sabía si debía rechazar o aceptar.
La tercera y última mañana comenzó con una claridad inusual. El cielo estaba despejado, y la luz inundaba el pequeño apartamento. Cuando me desperté, él ya estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera. Su silueta parecía más sólida, como si en esas últimas horas hubiera encontrado un propósito que yo aún no podía discernir.
«Hoy termina, ¿verdad?» Su voz era baja, como si no quisiera perturbar el aire entre nosotros.
«Sí», respondí desde la cama, aún con el cuerpo pesado por el sueño. «Hoy termina.»
No añadió nada más. Pero en su silencio, algo en mi interior comenzó a resquebrajarse. Tal vez era la certeza de que, después de esto, nuestras vidas volverían a ser lo que siempre habían sido: líneas paralelas que nunca se cruzarían de nuevo.
Cuando llegó la tarde, nos encontrábamos sentados uno frente al otro, separados por la mesa donde había quedado el eco de nuestras conversaciones. Había algo solemne en el ambiente, como si el apartamento, con sus muebles impersonales y sus cámaras ocultas, compartiera nuestro conocimiento de que el final estaba cerca. No hablamos mucho. Tal vez porque no queríamos romper el frágil equilibrio que habíamos construido en esos días.
Fue él quien rompió el silencio.
«¿Sabes? Creo que esto no es realmente sobre el amor. Ni siquiera sobre nosotros.» Su voz era tranquila, pero había una intensidad contenida que me obligó a levantar la vista. «Creo que solo están esperando que fracasemos.»
Lo observé detenidamente, buscando señales de ironía, pero su expresión era impenetrable. «¿Y si no fracasamos?» pregunté, sin saber realmente qué quería decir con eso.
«No creo que eso importe.» Su sonrisa era leve, casi imperceptible. «Ellos ya tienen su respuesta. Tal vez la tenían incluso antes de que comenzáramos.»
Las palabras flotaron entre nosotros, y durante un momento me sentí extrañamente conectada a él, como si compartiéramos una complicidad que iba más allá de lo que las cámaras podían registrar. Me pregunté si esa era la verdadera naturaleza del amor: no el deseo ni la pasión, sino la simple conexión, efímera y contingente, que surge cuando dos personas reconocen la soledad del otro.
El coordinador llegó al anochecer. Su presencia, con su camisa arrugada y sus movimientos torpes, rompió la burbuja que habíamos creado. Nos informó de que el experimento había concluido y pronto recibiríamos un correo con los resultados preliminares. Su tono era profesional, clínico. No nos preguntó cómo nos sentíamos ni si queríamos añadir algo a los datos que habían recopilado. Supuse que eso no era relevante para ellos.
Cuando llegó el momento de separarnos, no hubo abrazos ni palabras de despedida. Él recogió su chaqueta y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se giró y me miró por última vez.
«Fue interesante, al menos», dijo, y luego se marchó.
Me quedé en el apartamento un rato más, como si necesitara procesar lo que había ocurrido. Cuando finalmente me levanté para irme, me detuve frente a una de las cámaras y la miré fijamente. No sé por qué lo hice. Tal vez para recordarles que yo también había estado observando, que no eran los únicos que tenían preguntas.
Salí a la calle. El aire era fresco, y las luces de la ciudad parpadeaban en la distancia. Por un instante, me pregunté qué habría pasado si hubiera intentado algo más, si me hubiera permitido cruzar esa línea invisible entre lo que fingimos y lo que sentimos realmente. Pero el pensamiento desapareció tan rápido como había llegado.
©Nitrofoska