LOS POETAS DEL BARRIO
En la esquina donde el café Santos agoniza, el tiempo no pasa: se desmorona. Desde la ventana empañada se distinguen las luces temblorosas de la avenida, los coches atrapados en la lluvia, y más allá, como un espectro que pocos parecen notar, la figura del edificio en ruinas que todos en el barrio llaman «el Horizonte». Su nombre, pura ironía, porque no ofrece más perspectiva que la de su colapso inminente. Sus muros son un esqueleto de cemento sobre el que alguien, con urgencia feroz, pintó un grafiti: «Estuvimos aquí». Las letras, torcidas y enormes, son un grito clavado en la pared.
León asegura que ese grafiti lo hizo un poeta. Dice también que alguna vez lo conocimos, que incluso compartimos tragos con él en este mismo café. Ni Ulises ni yo recordamos nada de eso. León insiste en que el grafiti no es un simple acto de rebeldía juvenil. No, según él es un manifiesto. ¿De qué? Nunca acaba por explicarlo. León tiene la manía de hablar como si conociera verdades secretas, siempre dejando algo a medias, como si nos hiciera un favor al ocultar detalles.
Hoy, mientras bebíamos café aguado y debatíamos la mejor manera de colarnos en el edificio antes de que lo demolieran, alguien entró al café dejando un rastro de lluvia en el piso. Era un hombre alto, envuelto en un abrigo gris. Lucía una cicatriz en el cuello que se ramificaba como un mapa secreto. Se sentó en la barra y pidió un brandy. Eran las diez de la mañana. Ulises dijo que era un inspector del gobierno; León aseguró que era un poeta.
—¿Por qué un poeta? —pregunté.
—Por la cicatriz. ¿Qué otra cosa puede ser?
León tiene teorías para todo. Dice que los poetas llevan cicatrices porque se las hacen ellos mismos, con palabras, con noches en vela, con amores que no soportan el peso de sus propios sueños. Dice que no hay poeta sin una herida, visible o no, y que el grafiti en el edificio lo confirma. Cuando le pregunté si él mismo tenía alguna cicatriz, desvió la conversación con una sonrisa que no supe interpretar.
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El café estaba casi vacío. León llegó tarde, como siempre, con el pelo revuelto y el abrigo empapado. Ulises ya estaba ahí, absorto en un libro pequeño que decía haber tomado «prestado» de un vendedor ambulante. Nunca paga por libros, dice que la poesía no debería tener un precio. Cuando León se sentó, le arrebató el libro de las manos y lo hojeó con la curiosidad impertinente de un niño desarmando un juguete.
—Esto es basura —declaró.
—Es de un poeta de verdad —replicó Ulises.
—¿Qué significa ser un poeta de verdad? —pregunté, sin esperar respuesta.
León dejó el libro sobre la mesa, tan cerca de mi taza que las gotas del borde lo alcanzaron. Se inclinó hacia nosotros con la mirada encendida, como si estuviera a punto de revelarnos un secreto que llevaba mucho tiempo guardando.
—Hoy entramos al Horizonte. Si no lo hacemos ahora, no lo haremos nunca.
El café de pronto quedó en silencio. Al fondo, en la radio, sonaba una canción vieja que hablaba de caminos y despedidas. Ulises asintió primero. Yo también. León sonrió como si acabara de vencer en un juego cuyo resultado le es indiferente.
Nos levantamos juntos, dejando unas monedas en la mesa. Afuera, la lluvia persistía. La calle olía a tierra mojada y a algo más, algo que en aquel momento no supe identificar pero que ahora reconozco: el olor de los recuerdos que están a punto de ser enterrados.
El Horizonte, visto de cerca, es menos majestuoso de lo que imaginaba. Desde fuera parece un titán abatido, pero por dentro no es más que un esqueleto hueco, un eco de algo que alguna vez tuvo vida. Las paredes están cubiertas de símbolos que no alcanzo a descifrar: rituales de furia, quizá, o de desesperación. León caminaba delante, guiado por un rastro invisible. Ulises soltaba maldiciones cada vez que el suelo crujía.
Llegamos a una sala amplia, oscura, con un ventanal roto que dejaba entrar la luz gris de la tarde. El aire estaba cargado de humedad y un olor indefinible, una mezcla de polvo y algo que no pude identificar. León encendió una linterna. En el centro de la sala, destacaba un círculo dibujado con pintura roja. Dentro del círculo había un cuaderno. León se inclinó para recogerlo, pero la mano de Ulises lo detuvo en seco.
—No toques nada. Esto no es un juego —dijo con firmeza.
León lo ignoró. Con una sonrisa casi infantil, tomó el cuaderno y comenzó a leer en voz alta. Las palabras, caóticas y delirantes, rebotaron contra las paredes. Ulises lo observaba con desconfianza. Yo me quedé quieto, atrapado entre el deseo de huir y la imposibilidad de hacerlo.
Cuando León terminó de leer, el silencio se hizo denso, nos faltó el aire. Ulises fue el primero en respirar.
—¿De quién es esto? —preguntó, con la voz más baja de lo habitual.
León cerró el cuaderno y lo guardó en su mochila. Luego nos miró a ambos, con una sonrisa que no supe interpretar.
—Es nuestro —dijo.
No encontramos al poeta. Solo rastros: cenizas de cigarro, marcas de vasos en las superficies corroídas por el tiempo. León se dedicó a inspeccionar cada detalle, como si pudiera hallar respuestas en las quemaduras dispersas. Ulises, en cambio, buscaba algo concreto entre los papeles desparramados por el suelo. Yo me quedé junto al ventanal roto, mirando cómo la ciudad vivía indiferente, ajena al naufragio de aquel espacio.
—Tal vez nunca existió —dije, más para mí mismo que para ellos.
—No digas estupideces —respondió León sin alzar la vista.
El silencio volvió a instalarse entre nosotros. Pero entonces, Ulises encontró algo: una libreta, maltratada por el tiempo, con las esquinas dobladas y manchas de café. En la primera página, con letras tambaleantes, se leía: «Esto no es poesía. Es todo lo que me queda».
León leyó esas palabras en voz alta, como si cargaran el peso de un epitafio. Luego, cerró la libreta con cuidado y la dejó sobre la mesa. Se levantó, y sin mirar a nadie, dijo simplemente:
—Ya basta.
Salimos en silencio. Afuera, la lluvia había cesado, pero el aire seguía cargado de humedad. Caminamos sin rumbo fijo, sin decir nada, sin hablar.
1 de enero
El Horizonte cayó el lunes. Entre la multitud, algunos miraban con morbo, otros con una nostalgia inexplicable. León no apareció. Ulises y yo observamos cómo los muros se desmoronaban entre nubes de polvo y se elevaban al cielo como un lamento, intentando escribir en el viento algo que nadie parecía capaz de leer: «Estuvimos aquí».
Ulises, con los ojos fijos en el vacío que dejó el edificio, murmuró:
—No se ha borrado. Sigue ahí.
Por un momento, creí que era cierto. Aún lo creo.
©Nitrofoska