OLVIDO

Cuando vi el anuncio por primera vez, pensé que era una broma. «Elimina tu rastro. Haz del olvido un arte.» Letras negras, austeras, sobre un fondo blanco, con un pequeño logotipo: un círculo con una línea cruzada. Era intrigante en su simplicidad. Parecía diseñado para captar a personas como yo: cansadas, desbordadas, buscando una forma de empezar de nuevo. Seguí el enlace, incapaz de resistir la curiosidad.

La página web era igual de minimalista: texto blanco sobre fondo negro. «No te mereces el peso de tu historia. Nosotros te ayudamos a dejarla atrás.» Más abajo, un formulario para consultas. Sin precios, sin políticas de privacidad, ni siquiera una dirección. Solo una promesa de olvido absoluto.

Texto e imagen: Nitrofoska
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Me tomó semanas decidirme. Llené el formulario una noche de insomnio tras horas revisando fotos viejas que no significaban nada. Rostros sonrientes en bodas que no disfruté, paisajes de viajes vacíos de emoción. Me parecía absurdo guardar migajas de una vida que no reconocía como mía. La respuesta llegó en dos días: un correo con un contrato digital clínico y preciso. «El proceso es irreversible. No se aceptan reclamaciones.» La palabra «irreversible» aparecía subrayada. Me tranquilizó, aunque también me despertó un leve escalofrío. Firmé.

La primera llamada fue breve. Una voz andrógina, carente de inflexión, preguntó: «¿Está seguro de querer proceder? No existe posibilidad de marcha atrás.» La advertencia sonaba casi compasiva. «Es lo que quiero», respondí. Esa noche recibí el acceso a un panel de control: un espacio funcional y frío, desprovisto de humanidad. Categorías: «Redes sociales», «Fotografías», «Correos», «Archivos financieros». Cada una de ellas medía mi «huella existencial».

Empecé por las redes sociales: publicaciones triviales, fotos mal enfocadas, interacciones con personas que ya no recordaban mi existencia. Confirmé el borrado con un clic, y observé cómo la barra de progreso avanzaba hasta completarse. «Eliminado». Sentí un alivio extraño, pero también algo más: como si una parte de mí estuviera desapareciendo junto con esos datos.

Con los correos fui más meticuloso. Revisé cada mensaje como quien inspecciona una casa antes de demolerla: cartas de amor nunca enviadas, disculpas redactadas a medias, recibos de compras olvidadas. Había mensajes que me detuve a leer dos veces, como si quisiera absorber un último vestigio de su significado antes de borrarlos. Finalmente, borré todo, convencido de que nada valía la pena ser conservado.

Luego llegaron las fotografías. Fue difícil. Imágenes de personas y lugares que había olvidado, fragmentos de una vida que parecía ajena. Me detuve en una foto en particular: yo, junto a un lago, con una expresión serena que no reconocía. No recordaba el día, ni la compañía, ni siquiera el lugar. Esa desconexión selló mi decisión. Cuando la palabra «Eliminado» apareció en pantalla, sentí un gran alivio.

La primera señal de alarma fue un libro que desapareció de mi estantería. No uno especial, pero su ausencia era palpable. Más tarde fueron un par de zapatillas que siempre dejaba junto a la puerta. Las búsquedas no dieron resultado. Intenté ignorarlo, atribuyéndolo a mis frecuentes descuidos. Pero la desaparición de mi agenda de cuero y mi taza favorita confirmó mis sospechas: algo andaba fuera de control.

Busqué respuestas en la interfaz de la empresa. Una nueva notificación rezaba: «Detectado progreso fuera de lo digital. Posible eliminación adicional en curso.» Mi contrato había sido claro: solo rastros digitales. Sin embargo, a mi alrededor, objetos físicos seguían desvaneciéndose.

Revisé el historial del panel. Al final de la lista, una entrada nueva: «Acción automatizada: integridad existencial en proceso.» La palabra «integridad» me resultó irónica. Intenté contactar con el soporte técnico. Escribí: «Las eliminaciones están afectando a mi entorno físico. Exijo una explicación.» Envié el mensaje. No hubo respuesta. Me quedé mirando la pantalla, esperando algo, cualquier cosa. La sensación de impotencia crecía.

Esa noche desapareció la última foto que conservaba de mi madre, y que siempre llevaba conmigo en mi cartera. Era más que un objeto: se trataba de un vínculo con mi identidad. Su ausencia dejó un dolor que no podía racionalizar. Soñé con una habitación blanca, sin puertas ni ventanas. Estaba solo, sentado en el suelo, rodeado por el eco de mi propia respiración. Intenté hablar, gritar, pero no podía emitir ningún sonido. Al despertar, el espejo del baño no reflejaba mi rostro. Fue entonces cuando comprendí que yo también estaba en peligro.

Volví al panel. Ahora mostraba un mensaje: «Proceso en curso. Integridad en 35%.» Intenté detenerlo, pero una nueva advertencia apareció: «Intervención externa no recomendada.» De pronto, los muebles perdieron definición, las paredes se volvieron sombras, y el apartamento entero se desdibujó. Cada objeto parecía desvanecerse como un recuerdo mal enfocado. Mi propio reflejo se diluía ante mis ojos.

Abrí la puerta de la calle y hallé un vacío blanco infinito. Avancé sin rumbo, sintiendo cómo mi existencia misma se volvía etérea. Una voz en mi mente dijo: «El proceso está próximo a completarse. Has elegido ser olvidado. El deseo nació dentro de ti, nosotros tan solo te lo hemos facilitado.» Intenté recordar algo que me conectara con la realidad: un nombre, un aroma, un instante. Todo se desvanecía. Mi cuerpo se volvió una sombra. Di mi último paso y desaparecí por completo.

El servicio había cumplido su promesa. Yo era olvido.

©Nitrofoska